He ido hacia la Ishimura con la piel de la nuca erizada. Esto es una locura desde el minuto uno: ya se ve que voy a sufrir como una perra. La Ishimura se siente casi como la recordaba… pero con menos sangre. Todo está limpio y lleno de materiales de construcción. Eso sí, los agujeros de disparo y las marcas de los necromorfos siguen ahí, recordándome que esto no va a ser un paseo por el parque. Mi primera misión: activar el generador de la nave. Fácil, ¿verdad? JA. Esto parece un Call of Duty versión espacial. Entre disparos, carreras, gritos y visiones de mi novia —que, por cierto, no quiere hacerme una chupipaja ni en mis alucinaciones—, he sudado más que en un gimnasio durante un maratón de Zumba. Pero lo peor… fue lo de Ellie. Stross se ha roto mentalmente del todo y ha atacado a Ellie. Ni idea de cómo acabó la cosa, pero vaya nivel de locura. Después de encender la nave, he usado una cápsula de escape y he llegado a lo que parece una mina llena de pringue por el suelo. Y por si no...
Vaya día de mierda. El tal Stross me vuelve a llamar con esa sonrisita de psicópata de saldo: “Isaac, juntos podemos destruir la efigie”. Y encima promete curarme la demencia. ¿Qué me huele a traición? Todo. ¿Qué pienso ir igual? También. Si algo he aprendido es que cuando un loco te ofrece curas gratis, lo único que quiere es que le salves el culo con tu lanzapiedras espacial. He tenido unas cuantas visiones de mi novia muerta. Muy relajante. La tía no para de aparecerse para amargarme el viaje —y de paso, no está por la labor de follar. Gracias por nada, universo. Sin muchas ganas me he puesto a caminar por la zona de apartamentos, despachando bichos que van directos, como si la táctica fuese “embisten y ya está”. Bien por ellos; más explosiones para mí. Allí conocí a Ellie, una piloto que curra para la compañía. Desconfía, y no la culpo: voy cubierto de tropillas y malos hábitos. Me abre una reja y sale pitando hacia el ascensor como si mi olor fuese contagioso. Llego al hall de una...