Me despierto en lo que, a todas luces, parece una sala de interrogatorios diseñada por alguien que odia la ergonomía y ama las corrientes de aire frío. Estoy atado, con una camisa de fuerza que me queda más estilosa que útil. Frente a mí, un tipo con ganas de conversación me suelta: “Vi lo de la Ishimura”. Yo intento acordarme si esa sí la pagué en cuotas o fue por adelantado. No hace falta: las visiones empiezan a hacer su trabajo por mí.
Primero, la efigie —esa cosa que brilla como si tuviera una bombilla marca “maldición cósmica” — se cuela en mi cabeza. Luego aparece Nicole. Sí, Nicole, mi ex novia: no me dejó por otro, chicos, la dejó la muerte. Pero parece que la muerte tiene vacaciones y ahora quiere volver a currar. De pronto se sube a la mesa de interrogatorios, la cara se le ilumina como anuncio de feria y, con una ternura que sólo podría describirse como “terror certificado”, me pide que la resucite. Muy normal todo. Muy lunes.
Apenas tiene tiempo de cantar la sintonía del drama porque la escena se corta cuando Franco —el que me estaba despertando por radio— entra en plan héroe de tebeo barato. Dura lo que tarda un necromorfo en decidirse por su cena: un parpadeo y adiós very much. Lo veo ser reventado en directo y pienso: buen actor, mala recepción. Empieza la huida.
Huir con una camisa de fuerza es una labor creativa de primer orden. He improvisado más movimientos de escape que en toda mi vida académica, y con bastante estilo, la verdad. La persona que me interroga —que ya ha perdido la chaveta por completo— me quita las ataduras como si estuviera entregando un regalo de navidad mal envuelto. Después, con la discreción de un cirujano borracho, se suicida con un bisturí. Ideal para animar el día. Cinco minutos en la Estación Titán y ya tengo suficientes muertes ajenas para escribir una tesis sobre mala suerte.
A continuación, mi nueva linterna decide hacerse la imprescindible. Ilumina tripas, rostros desencajados y pasillos que huelen a perrera de perros pobres. También consigo lo que en el manual de “cosas útiles en infestaciones” aparece como Kinesis —o telequinesis si quieres decirlo bonito—, es decir: lanzar objetos con la mirada (más o menos). Resultado: ahora puedo convertir mobiliario en proyectil y usar cadáveres como escudo improvisado. Los necromorfos, por lo visto, son muy aficionados a dejarse empalar por tuberías. Se nota que no leen manuales de supervivencia.
Mientras tanto, por radio, la chica que hablaba con Franco (Daina) me ofrece una versión bastante optimista de la realidad: “Tienes una enfermedad que te va a matar, pero yo puedo curarte.” Traducción: me toca confiar en la típica enfermera misteriosa de estación espacial o resignarme a un destino de partes colgando. Como no tengo mejor plan, acepto. ¿Qué puede salir mal?
Ah, y la pistola cortadora de tejidos: la conseguí tras convertir a una persona en cebo. Aquí los humanos duran menos que las pilas en una Game Boy. Está pistola funciona de maravilla y corta con la precisión de quien ha decidido que el acero tiene que obedecer. Muy útil para separar necromorfos en raciones manejables.
Resumen: he sobrevivido a un interrogatorio que no era un interrogatorio, he visto a mi ex como anuncio de resurrección, un necromorfo me ha hecho entender que correr es más sano que filosofar, he conseguido poderes de lanzapiedras mentales y una herramienta profesional para cortar cosas. Y lo mejor: Daina me ofrece la cura a una enfermedad que ella dice que tengo. Acepté porque, honestamente, morir sin dejar un diario decente sería un desperdicio.
Si este es el recibimiento de la Estación Titán, que alguien me reserve ya las vacaciones vitalicias que prometí en mi cabeza. Mientras tanto, seguiré dejando constancia de lo que pueda. Si no vuelvo, que al menos quede claro que lo intenté con estilo.
— Isaac Clarke, desde algún pasillo con más sangre que sentido común.
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