Vaya día de mierda. El tal Stross me vuelve a llamar con esa sonrisita de psicópata de saldo: “Isaac, juntos podemos destruir la efigie”. Y encima promete curarme la demencia. ¿Qué me huele a traición? Todo. ¿Qué pienso ir igual? También. Si algo he aprendido es que cuando un loco te ofrece curas gratis, lo único que quiere es que le salves el culo con tu lanzapiedras espacial.
He tenido unas cuantas visiones de mi novia muerta. Muy relajante. La tía no para de aparecerse para amargarme el viaje —y de paso, no está por la labor de follar. Gracias por nada, universo.
Sin muchas ganas me he puesto a caminar por la zona de apartamentos, despachando bichos que van directos, como si la táctica fuese “embisten y ya está”. Bien por ellos; más explosiones para mí. Allí conocí a Ellie, una piloto que curra para la compañía. Desconfía, y no la culpo: voy cubierto de tropillas y malos hábitos. Me abre una reja y sale pitando hacia el ascensor como si mi olor fuese contagioso.
Llego al hall de una estación o algo así, y adivina quién está ahí: Stross y Ellie, confiando en el loco (manda cojones). Para ayudarlos me tocó dar mil vueltas y pasar miedo como si estuviera en una atracción de feria plagada de cadáveres. Consigo llegar a un tren que nos iba a llevar al sector gubernamental para largarnos de una vez... hasta que los hijos de puta de Hans Tiedemann destrozan los carriles. Marcha atrás. Y, por supuesto, terminamos en la querida Ishimura, la nave maldita donde ya se liaron putas hace unos años con la efigie. ¡Sorpresa, Renfield, te toca investigar otra vez!
Voy a descansar un rato que esto promete más tiros que en una peli del Oeste
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